lunes, 28 de diciembre de 2015

Una bicicleta en Belén.

Hoy es veintiséis de diciembre. Los contenedores de basura están rebosantes de restos de navidad. Son las doce de la noche y hay una luna esmerilada, que apenas brilla entre la niebla. Por la avenida viene una familia. Por su aspecto podría provenir de Benarés o de Bucarest. La madre empuja un carrito de niños cargado de bolsas y trapos. El padre, apenas treinta años, empuja una vieja bicicleta con una cesta de fruta en su trasportín. Hablan alto en una lengua incomprensible. Varios niños siguen su frenética marcha con dificultad, dando carrerillas y tapados con capuchas. Cierra el cortejo una chiquilla de no más de cinco años que se tapa los hombros con una manta mugrosa. Trabajan en equipo: el padre levanta la tapa del cubo y los niños trepan, e incluso se cuelan dentro rebuscando en el interior, la madre guarda los hallazgos en bolsas. Corre un viento frío, tan frío como el corazón del IBEX 35. Parpadean algunas luces navideñas y un papá Noel trepa infructuosamente por una escalerilla hacia una ventana. San José, la Virgen y los niños siguen su peregrinación de contenedor en contenedor, lejos de Belén, lejos de cualquier parte. Aquí no hay pastores ni lavanderas, ni mula ni buey. Solo una vieja bicicleta y una familia que sigue a su mala estrella.

miércoles, 23 de diciembre de 2015

Recibiendo lecciones.

Son las nueve de la noche y estoy con mi padre en la habitación del hospital. Al otro lado del cristal de la ventana están las luces de la ciudad, el mundo que sigue su ritmo. Aquí todo va despacio, bajo el efecto de los fármacos, con el sonido sigiloso de los pasos de las enfermeras. Le estoy quitando las espinas a un lenguado para que se anime a comerlo. Recuerdo como se lo hacía también a mis hijas ,de pequeñas. Siempre se me dio bien desespinar el pescado, sacar esos filetitos e ir retirando las raspas hacia un lado. La habitación está silenciosa. Hablamos , mientras él come , de cosas antiguas. De su hermano que murió al acabar la mili. Sus palabras me van llevando al Madrid de los años cincuenta, a la penuria de su casa en Sainz de Baranda, a las dificultades de encontrar penicilina para un muchacho alto como un roble que volvió con el corazón enfermo , que no quiso ir al hospital militar, quizá para morirse en casa, quizá para estar cerca de su madre. Se va comiendo el pescado, como yo quería, mientras desgrana recuerdos de hace sesenta años. Antes de que yo naciera. Ese tío Felipe, su hermano, que era alegre como unas castañuelas, que se atrevió a disfrazarse de mujer en unos carnavales, que nadaba en las piscinas del río Manzanares, donde debió coger el reuma al corazón. Y los dos platos de judías que se comía él al llegar del trabajo, y como luego, a modo de postre , compraba unas almendras en la calle Ibiza. Ha estado malo. Me temí casi lo peor, pero se está recuperando. Este hombre que me enseñó a ser padre y ahora me está enseñando a ser viejo. A llevar su pijama de enfermo con dignidad y pulcritud. A afeitarse por las mañanas y peinarse y echarse agua de colonia. Para que no digan. Ya es noche cerrada. Le dejo metido en la cama, con los auriculares de la radio puestos en los oídos. Le tapo, le arreglo el embozo y le doy un beso de buenas noches. Entonces él me da las gracias,” por todo lo que estáis haciendo tú y tus hermanos”. Él , que no ha hecho otra cosa que trabajar para sus hijos… Él , que me dejaba su taxi para que me fuera a buscar a mi novia. Que me daba cien pesetas para que no fuera por ahí sin dinero. El padre, que fue siempre, el más firme asidero en quien uno depositaba su confianza es el que ahora se deja tapar, se deja limpiar su plato de pescado. Y sigue, sigue dando lecciones a sus hijos.