sábado, 25 de febrero de 2017

CAFÉ




Dicen que en el siglo XVII Londres se llenó de cafeterías. Funcionaban como los fumaderos de opio. Allí, los burgueses se tomaban treinta o cuarenta tazas de café de una sentada. Habían descubierto la euforia efímera de  la cafeína. Quizá también era una forma de soportar las miasmas pestilentes que emanaban del río Támesis.
Posteriormente alguna de estas cafeterías se transformaron en los primeros corros de transacción de valores mercantiles que darían lugar a la Bolsa Londinense. Todo acaba por corromperse finalmente.
Desde entonces en todo el mundo se abrirían grandes cafés burgueses, cafés de artistas, cafés de conspiradores, como el New york café de Budapest, la Confitería Colombo de Río de Janeiro, el Café Central de Viena, El Tortoni de Buenos Aires, Les deux Magots de París,A Brasileira de Lisboa,  la Maison Bertaux de Londres,El Café Imperial de Praga o el Café Einstein de Berlín.
No hay película o novela donde no aparezca una escena con taza de café: un vaquero apurando su pocillo de hojalata en plena noche mientras oye crepitar la hoguera, a la espera de un ataque sioux, o ese espía del KGB esperando una cita en la terraza de una brasserie parisina. Una camarera de cabello oxigenado ofreciendo una taza más a un oscuro gánster en un bar de carretera…
Madrid tuvo también una época dorada de cafeterías con aromas de café: Manila, California, Nebraska,Riofrío,Somosierra, De Torres…Lugares donde se mezclaba el olor a la mantequilla de la tostada con el café recién molido. Café servido en taza de loza y no en esos vasos de caña para mojar porras en que se sirve  hoy el café en todas partes.
El café ha tenido siempre un precio popular,dentro de lo que cabe. Yo tomaba café muchos sábados en la cafetería De Torres de la plaza de Ventas, frente a la plaza de toros. Allí unos camareros con botones dorados y galones de húsar polaco esperaban a los clientes, fajados con grandes e inmaculados delantales blancos.
La primera vez que me atreví a entrar,no tendría más de quince años, el camarero alto y calvo me miró con extrañeza y algo de displicencia.
-¿Qué va a ser?
-Un café cortado.
-¡Qué buen café!- comenté sin poder reprimirme.
Desde entonces siempre que me veía entrar me arrimaba un platillo de borde dorado y me servía mi café  con su cerquillo color canela, humeante y aromático.
Ya no existe esa cafetería que ocupa un desairado comercio de la cadena DIA.
Un buen café caliente, nunca templado, es un pequeño espacio de tiempo robado a la felicidad. Tan breve como esta, tan simple como ella.
Al salir de aquel pequeño templo laico que era la cafetería uno se subía el cuello del abrigo y se fumaba un cigarro camino de cualquier sitio. La euforia efímera de la cafeína hacía su efecto y esa mierda de día era un poco menos mierda.
Cuando a uno le da la tontería de pensar en qué será eso de la inmortalidad siempre acaba llegando a la misma conclusión: ¡qué insoportable coñazo!

Pero, eso sí; sería agradable poder volver del otro lado, de vez en cuando, para tomarse una taza de café.