Dicen que en
el siglo XVII Londres se llenó de cafeterías. Funcionaban como los fumaderos de
opio. Allí, los burgueses se tomaban treinta o cuarenta tazas de café de una
sentada. Habían descubierto la euforia efímera de la cafeína. Quizá también era una forma de
soportar las miasmas pestilentes que emanaban del río Támesis.
Posteriormente
alguna de estas cafeterías se transformaron en los primeros corros de
transacción de valores mercantiles que darían lugar a la Bolsa Londinense. Todo
acaba por corromperse finalmente.
Desde
entonces en todo el mundo se abrirían grandes cafés burgueses, cafés de
artistas, cafés de conspiradores, como el New york café de Budapest, la
Confitería Colombo de Río de Janeiro, el Café Central de Viena, El Tortoni de
Buenos Aires, Les deux Magots de París,A Brasileira de Lisboa, la Maison Bertaux de Londres,El Café Imperial
de Praga o el Café Einstein de Berlín.
No hay
película o novela donde no aparezca una escena con taza de café: un vaquero
apurando su pocillo de hojalata en plena noche mientras oye crepitar la
hoguera, a la espera de un ataque sioux, o ese espía del KGB esperando una cita
en la terraza de una brasserie parisina. Una camarera de cabello oxigenado
ofreciendo una taza más a un oscuro gánster en un bar de carretera…
Madrid tuvo
también una época dorada de cafeterías con aromas de café: Manila, California,
Nebraska,Riofrío,Somosierra, De Torres…Lugares donde se mezclaba el olor a la
mantequilla de la tostada con el café recién molido. Café servido en taza de
loza y no en esos vasos de caña para mojar porras en que se sirve hoy el café en todas partes.
El café ha
tenido siempre un precio popular,dentro de lo que cabe. Yo tomaba café muchos
sábados en la cafetería De Torres de la plaza de Ventas, frente a la plaza de
toros. Allí unos camareros con botones dorados y galones de húsar polaco
esperaban a los clientes, fajados con grandes e inmaculados delantales blancos.
La primera
vez que me atreví a entrar,no tendría más de quince años, el camarero alto y
calvo me miró con extrañeza y algo de displicencia.
-¿Qué va a
ser?
-Un café
cortado.
-¡Qué buen
café!- comenté sin poder reprimirme.
Desde
entonces siempre que me veía entrar me arrimaba un platillo de borde dorado y
me servía mi café con su cerquillo color
canela, humeante y aromático.
Ya no existe
esa cafetería que ocupa un desairado comercio de la cadena DIA.
Un buen café
caliente, nunca templado, es un pequeño espacio de tiempo robado a la
felicidad. Tan breve como esta, tan simple como ella.
Al salir de
aquel pequeño templo laico que era la cafetería uno se subía el cuello del
abrigo y se fumaba un cigarro camino de cualquier sitio. La euforia efímera de
la cafeína hacía su efecto y esa mierda de día era un poco menos mierda.
Cuando a uno
le da la tontería de pensar en qué será eso de la inmortalidad siempre acaba
llegando a la misma conclusión: ¡qué insoportable coñazo!
Pero, eso
sí; sería agradable poder volver del otro lado, de vez en cuando, para tomarse
una taza de café.