miércoles, 6 de mayo de 2015
¡VUELVE LA REVÁLIDA!
Cuando yo era pequeño, como el Carlitos del “Cuéntame”, con nuestros diez añitos , nos llevaban a un instituto del centro de Madrid y allí unos señores muy serios que se llamaban catedráticos, nos examinaban de la prueba de “Ingreso”. Recuerdo perfectamente que uno me preguntó que quién era Juan de Austria otro por el río Guadiana y al único que no supe responder fue al que me preguntó por el sacramento de la eucaristía.
Creí que todo esto formaba parte de un pasado en color sepia. Pero no. Ayer en nuestros colegios ,niños, aún más pequeños, tuvieron que hacer un examen de no sé cuántos folios, toda una mañana respondiendo preguntas.
Pienso que aún fueron más humanos aquellos serios catedráticos del instituto Ramiro de Maeztu, pues nos hacían preguntas orales y sonreían de nuestras ocurrencias.
Nadie parece darse cuenta en pleno siglo XXI que la capacidad de concentración de un niño no le permite estar varias horas inclinado sobre un pupitre contestando preguntas que en algunas ocasiones ni siquiera tienen que ver con los contenidos que aprende en su colegio. Tampoco entienden que en esas condiciones los resultados que arrojen esas pruebas tienen una fiabilidad más que dudosa,NULA.
Pero hay algo más grave que todo este esfuerzo inútil: lo que supone de desacreditación de la labor de evaluación que sus profesores hacen de él.
En un breve, pero demoledor texto, un niño decía hoy: “…Mi profesora ya me pregunta cosas muy difíciles, y me las sé, así que no estoy de acuerdo con esta prueba que nos hacen en tercero, aunque lo diga el rey”(sic).
Empezaron con pruebas externas que –según las autoridades educativas- sólo tenían un carácter estadístico y totalmente anónimo.
Luego se le asignó un número a cada examinando para que pudiera ser identificado. Por último hoy ya los resultados aparecen en el expediente del alumno en sexto curso.
Algunos centros educativos de nuestra localidad, en el barrio de Covibar concretamente, ya han acordado-en un alarde de creatividad- utilizar los resultados de las pruebas externas como elemento decisorio en caso necesario para aprobar o no a un alumno.
Llegado a este punto uno, maestro de infantería, se pregunta ¿Para qué se harta uno de rellenar datos de registro diarios sobre la marcha de nuestros alumnos? ¿Para qué redactamos informes y boletines de información a las familias si luego vienen las pruebas, las nuevas reválidas del “Cuéntame” a decir lo que sabe o no sabe el alumno?
¿A qué queda reducido, el diagnóstico del maestro que convive con el alumno cinco horas diarias durante todo el curso? ¿De qué vale la opinión de quien le ve cada día, cuando está despierto y cuando está dormido, cuando está nervioso y el día que está “sembrado”…?
Si la administración no se fía de sus profesores, que nos lo diga y vuelva a formar esos tribunales de catedráticos subidos a una tarima preguntando quién era don Juan de Austria o el sacramento de la Eucaristía. Por lo menos quedará más nostálgico , más cinematográfico.
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