lunes, 18 de febrero de 2019

Ali Bey llega a la Isla de Mogador.


 A Mogador, que otros llaman Assueira, se llega por un desierto de colinas de arena movediza que a Ali Bey le pareció un pequeño Saahara.
El viento forma olas de arena tan fina que se mueve a la velocidad de una serpiente.
Así una ola cae encima de la otra y como una incesante marea se forman las dunas ardientes.
Entonces, nos cuenta Ali Bey, el aire se llena de polvo por lo que hay que taparse ojos, nariz y boca.

Es este el territorio del camello pues allí su largo cuello, sus pies almohadillados le hacen avanzar donde nada pueden ni asnos ni caballos.
Tras agotadora jornada llegaron a Mogador.
Protegen a la ciudad del viento y de los enemigos unas grandes murallas de adobe que cuentan con troneras de cañón para defenderse de piratas que llegaran por la costa así como de otros bandidos que aventurarse pudieran desde el desierto.



El puerto lo forma una península con piezas de artillería y alberga una prisión donde penan sus condenas los presos sin esperanza.
Contaba ese día la ciudad con un animado mercado al que llegaban tribus bereberes que mercadeaban con dátiles, especias y tintes. El olor de las especies se mezclaba con las boñigas de los camellos y el acre sudor de las gentes.
En un castillo chato y algo miserable cuenta Ali Bey que fue recibido por el Sultán Sidi Mohamed.
A sus paso las mujeres chillaban haciéndose eco con las palmas de sus manos, en un fragor de voces humanas y animales.
Una vez pudieron lavarse, como manda el Corán y la higiene, su anfitrión les agasajó con leche agria de camella y dátiles. Tomarón tambíen té y unas presas de carne de cordero aderezado todo con hierbas aromáticas.
Cuenta Ali Bey que le ofrecieron fumar una pipa
con hojas que llaman Kifi y que entre aquellos
moros de Marruecos es costumbre encender para
compartir entre ellos.

Hasta las altas alcobas de la residencia del sultán subía el incesante rumor de las olas del océano y fuera por el efecto del Kifi, el cansancio o el influjo marino,confiesa Ali Bey que se dejó llevar de la cautivadora voz de un contador de cuentos que narraba como en el camino de Marrakech a Mogador decenas de caravanas han desaparecido entre las arenas del desierto, del mimo modo que los barcos desaparecen en el mar durante las tempestades.
Que aquellas arenas tienen vida y en pocos minutos son capaces de hacer desaparecer hombres y bestias de manera que  después no queda vestigio alguno de quien por allí pasó.
Y que sólo  Alah, el que todo lo sabe, el que todo lo ve, puede permitir que hasta aquí lleguen las caravanas.
Más adelante nos cuenta nuestro viajero que, una vez descansado, y disipados los efectos de la cena y las libaciones, todo aquello  no fue para él más que una velada más de cuentos de la noche.
No obstante reconoce Ali Bey que el camino de vuelta por aquel proceloso mar de fina arena no estuvo exento de emoción y sobresaltos cuando algún animal hundíase más de lo debido en el arenal.

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