III
En el
mes de Septiembre, el campo le ofrece un regalo
a todos los animales que lo habitan: el sabor agridulce de las moras.
Claro que para ello deben sortear sus ramas de espinas. Hay quien dice que por
eso las zarzamoras tienen ese color de sangre. Sólo hay un habitante de estos
territorios que no teme los aguijones de las zarzas: el erizo. Su piel espinosa le permite cruzar la orla pinchosa de las malezas sin
herirse, además de protegerle de las garras de los grandes pájaros. Por ello
alguien le puso por nombre Zarza que camina.
Hoy desayuna unas moras ácidas después de engullir un
saltamontes. Bebe en un charco sucio que sobrevive del arroyo y pasa junto a la
sombra de la urraca Día y noche . Hace como que no la ve mientras
aquella agita su plumaje irisado.
-¡Buenos días, Zarza que camina!
-¡...!
-¡Dije buenos días!
- ¡ Ya,
ya te oí...!
-
Disculpa,
pensé que no me habías oído, amigo. Conozco tu problema.
Zarza tenía un problema:
se estaba quedando sordo. Eso le había cambiado el carácter. Ahora se había
vuelto huidizo y desconfiado. La sordera le aislaba del mundo, le sumía en un
fondo de soledad. Añoraba cada uno de los ruidos que traía el nuevo día: el
fragor de las chicharras en los aserraderos del mediodía, el rastro sonoro de los reptiles en la
hojarasca. Por eso le gustaban las tormentas con sus tremendos cañonazos. Sólo
podía sentir los grandes estrépitos del rayo, de la caída de un gran árbol.
Noche y día se acercó al oído del erizo para hablarle.
-Estaba buscándote para
contarte algo que sólo a ti puede interesar. Pensaba mostrarte El río largo
y negro.
-
A
mí no me interesa nada y menos algo que tú me enseñes. ¡Aparta!
-
Comprendo
tu desesperanza. Yo me sentiría igual que tú en este desierto, sobre todo
cuando nada puedes oír. Es por eso que
debes escuchar lo que te estoy contando.
-
¿Has
dicho un río? ¡Odio el agua! La humedad ablanda mis púas, hace que me duelan
los huesos.
-
¿Quién
piensa en el agua? Yo no te invito a que te bañes sino a que oigas
-¿Te burlas? No oigo ni mi propia voz y me hablas
de oír el murmullo de un río...
-
Este
río del que te hablo no murmura. Es un río que ruge. Su fragor espanta a todos
los que a él se acercan. Pero no a ti. He visto tu rostro alzarse feliz al cielo
cuando los truenos hacen correr a los
demás.
-
Nunca
oí hablar de un río así por estas tierras.
-
No
soy la única que lo ha visto y oído. Pregúntale a Relámpago entre las
piedras o al Guardián del olivo, ellos te lo contarán.
-
No
necesito consejo de nadie.
-
¡Ah,
ser solitario! ¡Siempre andando solo! ¡No me extraña que no veas a nadie! Pero para salir de dudas sólo tienes
que cruzar la valla de piedra y lo descubrirás por ti mismo. Te dejo, tengo que
resolver algunos asuntos.
El veneno de la curiosidad se había metido en la
dura piel del erizo.
Estos tiempos en calma eran para él un presagio
de la soledad eterna: la muerte. Decidió ir en busca de ese maldito río
atronador. Su olfato le llevó hasta la linde de piedras. Trepó, saltó, se
arrastró buscando un agujero por el que pudiera
cruzar el vallado y llegó a las inmediaciones de uno árboles con el tronco
pintado de blanco.
El silencio era total. Sólo pudo oír a su
corazón agitado por la caminata. Llegó hasta un pequeño talud y se dejó caer
rodando por él, hecho una bola. Descansó allí en el fondo de aquella pequeña
zanja arenosa. De repente oyó un rumor que se agrandaba a oleadas haciéndose
cada vea más fuerte. Por una vez tenía razón aquella urraca. Debía estar junto a ese río
largo y negro. El ruido se hizo más
y más fuerte hasta metérsele en la cabeza, luego poco a poco fue suavizándose y
lentamente se esfumó.
Debían ser las oleadas de una gran corriente.
Una cascada intermitente. Tenía que verla y sobre todo oírla. Escaló el talud
no sin esfuerzo y llegó al suave lecho del río. Era negro como una noche sin
luna. De arenas lisas ,apelmazadas,
tibias… Debía haberse secado durante el verano. Al menos en aquel tramo.
Entonces ¿dónde estaba aquella gran marejada que acababa de oír? Pero, un
momento, ahora parece que se acerca otra. Iré más adentro. No me importa que la
nueva ola me arrastre.
El ruido era esta vez más potente. Sonaba como un torrente. El sonido era
extraordinario, no se parecía a ningún aguacero oído hasta ahora. El estruendo
era tan fuerte que en el último momento sintió miedo. Pero ya era tarde para
apartarse, demasiado tarde.
Anselmo había empezado ese verano su nuevo
trabajo. Era temporal sólo duraría unos meses. Formaba parte de una cuadrilla
de peones camineros. El trabajo era sencillo.
Debía poner unos carteles sobre el arcén para
advertir a los vehículos de que
se estaban realizando labores de limpieza y reparación en la vía pública.
Llevaban varios días trabajando por aquí, por las afueras. Su compañero Paco le
hacía gestos desde el otro lado.
-¡No te entiendo! ¿Qué dices?
-
¿Te
has fijado? –Paco ya cruzaba para hablar y quizá echarse un cigarro- ¿Has visto la
cantidad de carroña que hay en la carretera?
-
Sí,
ya lo vi. Sobre todo culebras. Los coches las dejan aplastadas.
-Sí, vienen al calor del asfalto. También he
visto un búho.
-
Es
verdad, eso sí que no lo entiendo.
Porque las culebras, debe ser que no les da tiempo a apartarse,pero ese búho...
-
Claro,
lo mismo que les pasa a los erizos. También caen como chinches.
-
A
los búhos deben deslumbrarlos las luces de los faros.
-
Y a los erizos deben quedarse como atontados y se quedan ahí en medio de la carretera hasta que los espachurran.
-
¡Vaya
escabechina!
-
Sí, ¡menudo banquete para las urracas...! Esas sí que salen ganando.
Un vuelo corto en diagonal cruzó la carretera
que se deshacía al sol. Se oyó su carraspeo y luego sobrevino un silencio, un
largo silencio.
FIN