jueves, 6 de junio de 2019

El río largo y negro 2/3


II

La noche cayó como un grueso trapo sobre los terraplenes. Las estrellas de fósforo chisporroteaban en el cielo de agosto. Había comenzado la charla monótona de los grillos sólo contestada de tarde en tarde por el canto asustadizo de un búho: El guardián de la oliva,  que habitaba el hueco fresco de una vieja oliva.
 Su cabeza giraba en derredor buscando desde allí el brillo plateado de algún ratón goloso de cebada o quizá de la culebra de piel de oliva. Pero no se movía ni una paja aquella noche. Todo parecía dormitar al amparo de la oscuridad. De repente oyó unos pasos y después un corto vuelo.
-¿Eres tú Día y noche?
-         Sí. ¡Me conociste! ¡No hay vista como la tuya, guardián de la oliva!
-         ¿Y que haces tú a estas horas despierta, pájara pinta?
-         No podía conciliar el sueño.
-         Será tu mala conciencia.
-         ¿Y tú? ¿Aún andas sin cenar?
-         Y me quedaré en ayunas si no te marchas de aquí y dejas de ahuyentarme la caza.
-          Está bien. Ya me marcho. Sólo pretendía pasar el tiempo contigo ya que no hay nadie más despierto que nosotros y las estrellas.  Claro  que estas estrellas no tienen nada que ver con las otras.
-         ¿Qué otras?
-         Las que pueden verse allí, junto al río largo y negro.
-         ¿De qué hablas? Nunca oí hablar de ese río. No existe.
-         Siempre tratáis de negar lo que  no conocéis. Claro que existe y te puedo asegurar que desde que lo conozco, para mí,  no hay otro sitio mejor donde pasar la noche. Hacia allá me dirijo ahora.
-         ¿Y qué es lo que vas a hacer ahora allí? Estará oscuro y no verás nada.
-         ¡Ah, búho ignorante! ¿Pero es que no sabes que ese río tiene su propia luz y sus propias estrellas?
-         Eres la mayor cuentista que conozco. No creo ni una palabra de lo que dices.
-         Está bien sigue aquí.  Todavía puede que encuentres algún grillo para cenar.
Día y noche avanzó entre vuelos y saltos hacia la linde del campo. Guardián de la oliva  le siguió con la vista y le vio subido a las losas de la cerca. De un vuelo preciso se presentó de nuevo junto a la urraca.
-¿Por qué me sigues si no crees en lo que te digo?
-         Pero ¿no ves que es imposible que un río tenga luces...?
-         Luces de colores
-         ¿De qué colores?
-         Amarillas como inmensas luciérnagas. También las he visto rojas como el corazón de una llama. Y anaranjadas. Preciosas luces  que se mueven de sur a norte, de norte a sur, que suben,  bajan  y desaparecen.
Guardián de la oliva  el búho de vista cansada se dejaba envolver por la voz provocadora de Día y noche. Jamás había visto otras luces que las parpadeantes estrellas fijas. Siempre saliendo por el mismo sitio. La luz descolorida de  la luna, encendiéndose y apagándose todos los meses del mismo modo.
Llegaron al lugar. Al contrario de lo que el viejo búho pensaba,  el río largo y negro discurría alto, tapado por una fila de árboles que apenas le dejaban asomar. A la luz de la luna espejeaba mostrando sus curvas hacia el infinito.
-         ¿Es hermoso verdad?
-         Sí, pero no veo las luces.
-         Acércate más. No temas no te mojarás las plumas.
El búho avanzó hasta el lecho de aquel extraño río. De repente vio un punto de luz lejano. Al poco rato la luz se hizo más y más ancha. Cambiaba de dirección encendiendo por un  cortísimo instante los campos con su resplandor amarillo.
-¡Ve más hacia el centro, la verás mejor!- dijo Día y noche.
Aquella luz estaba cada vez más cerca. Al salir del último recodo se le inundaron los ojos de luz. Sus patas parecían haberse quedado clavadas en el fondo de aquel río. No, no podía moverse. Y la hermosa luz se acercó más y más...


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