II
La noche cayó como un grueso trapo sobre los
terraplenes. Las estrellas de fósforo chisporroteaban en el cielo de agosto.
Había comenzado la charla monótona de los grillos sólo contestada de tarde en
tarde por el canto asustadizo de un búho: El guardián de la oliva, que habitaba el hueco fresco de una vieja
oliva.
Su cabeza
giraba en derredor buscando desde allí el brillo plateado de algún ratón goloso
de cebada o quizá de la culebra de piel de oliva. Pero no se movía ni una paja
aquella noche. Todo parecía dormitar al amparo de la oscuridad. De repente oyó
unos pasos y después un corto vuelo.
-¿Eres tú Día y noche?
-
Sí.
¡Me conociste! ¡No hay vista como la tuya, guardián de la oliva!
-
¿Y
que haces tú a estas horas despierta, pájara pinta?
-
No
podía conciliar el sueño.
-
Será
tu mala conciencia.
-
¿Y
tú? ¿Aún andas sin cenar?
-
Y
me quedaré en ayunas si no te marchas de aquí y dejas de ahuyentarme la caza.
-
Está bien. Ya me marcho. Sólo pretendía pasar
el tiempo contigo ya que no hay nadie más despierto que nosotros y las
estrellas. Claro que estas estrellas no tienen nada que ver
con las otras.
-
¿Qué
otras?
-
Las
que pueden verse allí, junto al río largo y negro.
-
¿De
qué hablas? Nunca oí hablar de ese río. No existe.
-
Siempre
tratáis de negar lo que no conocéis.
Claro que existe y te puedo asegurar que desde que lo conozco, para mí, no hay otro sitio mejor donde pasar la noche.
Hacia allá me dirijo ahora.
-
¿Y
qué es lo que vas a hacer ahora allí? Estará oscuro y no verás nada.
-
¡Ah,
búho ignorante! ¿Pero es que no sabes que ese río tiene su propia luz y sus
propias estrellas?
-
Eres
la mayor cuentista que conozco. No creo ni una palabra de lo que dices.
-
Está
bien sigue aquí. Todavía puede que
encuentres algún grillo para cenar.
Día y noche avanzó entre vuelos y saltos hacia la
linde del campo. Guardián de la oliva le siguió con la vista y le vio subido a las
losas de la cerca. De un vuelo preciso se presentó de nuevo junto a la urraca.
-¿Por qué me sigues si no crees en lo que te
digo?
-
Pero
¿no ves que es imposible que un río tenga luces...?
-
Luces
de colores
-
¿De
qué colores?
-
Amarillas
como inmensas luciérnagas. También las he visto rojas como el corazón de una
llama. Y anaranjadas. Preciosas luces
que se mueven de sur a norte, de norte a sur, que suben, bajan
y desaparecen.
Guardián de la oliva el búho de vista cansada se dejaba envolver
por la voz provocadora de Día y noche. Jamás había visto otras luces que
las parpadeantes estrellas fijas. Siempre saliendo por el mismo sitio. La luz
descolorida de la luna, encendiéndose y
apagándose todos los meses del mismo modo.
Llegaron al lugar. Al contrario de lo que el viejo
búho pensaba, el río largo y negro discurría
alto, tapado por una fila de árboles que apenas le dejaban asomar. A la luz de
la luna espejeaba mostrando sus curvas hacia el infinito.
-
¿Es
hermoso verdad?
-
Sí,
pero no veo las luces.
-
Acércate
más. No temas no te mojarás las plumas.
El búho avanzó hasta el lecho de aquel extraño río. De
repente vio un punto de luz lejano. Al poco rato la luz se hizo más y más
ancha. Cambiaba de dirección encendiendo por un
cortísimo instante los campos con su resplandor amarillo.
-¡Ve más hacia el centro, la verás mejor!- dijo Día
y noche.
Aquella luz estaba cada vez más cerca. Al salir
del último recodo se le inundaron los ojos de luz. Sus patas parecían haberse
quedado clavadas en el fondo de aquel río. No, no podía moverse. Y la hermosa
luz se acercó más y más...
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