sábado, 8 de junio de 2019

El río largo y negro III


III
   En el mes de Septiembre, el campo le ofrece un regalo  a todos los animales que lo habitan: el sabor agridulce de las moras. Claro que para ello deben sortear sus ramas de espinas. Hay quien dice que por eso las zarzamoras tienen ese color de sangre. Sólo hay un habitante de estos territorios que no teme los aguijones de las zarzas: el erizo.  Su piel espinosa le permite  cruzar la orla pinchosa de las malezas sin herirse, además de protegerle de las garras de los grandes pájaros. Por ello alguien le puso por nombre Zarza que camina.
Hoy desayuna  unas moras ácidas  después de engullir un saltamontes. Bebe en un charco sucio que sobrevive del arroyo y pasa junto a la sombra de la urraca Día y noche . Hace como que no la ve mientras aquella agita su plumaje irisado.
-¡Buenos días, Zarza que camina!
-¡...!
-¡Dije buenos días!
-        ¡ Ya, ya te oí...!
-         Disculpa, pensé que no me habías oído, amigo. Conozco tu problema.
Zarza  tenía un problema: se estaba quedando sordo. Eso le había cambiado el carácter. Ahora se había vuelto huidizo y desconfiado. La sordera le aislaba del mundo, le sumía en un fondo de soledad. Añoraba cada uno de los ruidos que traía el nuevo día: el fragor de las chicharras en los aserraderos del mediodía,  el rastro sonoro de los reptiles en la hojarasca. Por eso le gustaban las tormentas con sus tremendos cañonazos. Sólo podía sentir los grandes estrépitos del rayo, de la caída de un gran árbol.

Noche y día  se acercó al oído del erizo para hablarle.

-Estaba buscándote para contarte algo que sólo a ti puede interesar. Pensaba mostrarte El río largo y negro.
-         A mí no me interesa nada y menos algo que tú me enseñes. ¡Aparta!
-         Comprendo tu desesperanza. Yo me sentiría igual que tú en este desierto, sobre todo cuando  nada puedes oír. Es por eso que debes escuchar lo que te estoy contando.
-         ¿Has dicho un río? ¡Odio el agua! La humedad ablanda mis púas, hace que me duelan los huesos.
-         ¿Quién piensa en el agua? Yo no te invito a que te bañes sino a que oigas
    -¿Te burlas? No oigo ni mi propia voz y me hablas de oír el murmullo de un río...
-         Este río del que te hablo no murmura. Es un río que ruge. Su fragor espanta a todos los que a él se acercan. Pero no a ti. He visto tu rostro alzarse feliz al cielo cuando los truenos hacen correr  a los demás.
-         Nunca oí hablar de un río así por estas tierras.
-         No soy la única que lo ha visto y oído. Pregúntale a Relámpago entre las piedras o al Guardián del olivo, ellos te lo contarán.
-         No necesito consejo de nadie.
-         ¡Ah, ser solitario! ¡Siempre andando solo! ¡No me extraña que no veas  a nadie! Pero para salir de dudas sólo tienes que cruzar la valla de piedra y lo descubrirás por ti mismo. Te dejo, tengo que resolver algunos asuntos.
El veneno de la curiosidad se había metido en la dura piel del erizo.
Estos tiempos en calma eran para él un presagio de la soledad eterna: la muerte. Decidió ir en busca de ese maldito río atronador. Su olfato le llevó hasta la linde de piedras. Trepó, saltó, se arrastró buscando un agujero por el  que pudiera cruzar el vallado y llegó a las inmediaciones de uno árboles con el tronco pintado de blanco.
El silencio era total. Sólo pudo oír a su corazón agitado por la caminata. Llegó hasta un pequeño talud y se dejó caer rodando por él, hecho una bola. Descansó allí en el fondo de aquella pequeña zanja arenosa. De repente oyó un rumor que se agrandaba a oleadas haciéndose cada vea más fuerte. Por una vez tenía razón aquella  urraca. Debía estar junto a ese río largo  y negro. El ruido se hizo más y más fuerte hasta metérsele en la cabeza, luego poco a poco fue suavizándose y lentamente se esfumó.
Debían ser las oleadas de una gran corriente. Una cascada intermitente. Tenía que verla y sobre todo oírla. Escaló el talud no sin esfuerzo y llegó al suave lecho del río. Era negro como una noche sin luna. De arenas  lisas ,apelmazadas, tibias… Debía haberse secado durante el verano. Al menos en aquel tramo. Entonces ¿dónde estaba aquella gran marejada que acababa de oír? Pero, un momento, ahora parece que se acerca otra. Iré más adentro. No me importa que la nueva ola me arrastre.
El ruido era esta vez más potente. Sonaba  como un torrente. El sonido era extraordinario, no se parecía a ningún aguacero oído hasta ahora. El estruendo era tan fuerte que en el último momento sintió miedo. Pero ya era tarde para apartarse, demasiado tarde.


Anselmo había empezado ese verano su nuevo trabajo. Era temporal sólo duraría unos meses. Formaba parte de una cuadrilla de peones camineros. El trabajo era sencillo. Debía poner unos carteles sobre el arcén para  advertir a los vehículos  de que se estaban realizando labores de limpieza y reparación en la vía pública. Llevaban varios días trabajando por aquí, por las afueras. Su compañero Paco le hacía gestos desde el otro lado.
-¡No te entiendo! ¿Qué dices?
-         ¿Te has fijado? –Paco  ya cruzaba para hablar y quizá echarse un cigarro- ¿Has visto la cantidad de carroña que hay en la carretera?
-         Sí, ya lo vi. Sobre todo culebras. Los coches las dejan aplastadas.
-Sí, vienen al calor del asfalto. También he visto un búho.
-         Es verdad, eso sí que  no lo entiendo. Porque las culebras, debe ser que no les da tiempo a apartarse,pero ese búho...
-         Claro, lo mismo que les pasa a los erizos. También caen como chinches.
-         A los búhos deben deslumbrarlos las luces de los faros.
-         Y  a los erizos  deben quedarse como atontados y se quedan ahí en medio de la carretera hasta que  los espachurran.
-         ¡Vaya escabechina!
-          Sí, ¡menudo banquete para las urracas...! Esas sí que salen ganando.
Un vuelo corto en diagonal cruzó la carretera que se deshacía al sol. Se oyó su carraspeo y luego sobrevino un silencio, un largo silencio.
FIN


No hay comentarios: