El hombre de negro está pintado en una chapa rectangular
caminando sobre unas rayas también negras enmarcadas en un triángulo blanco.
Vive allí clavado en un poste metálico cerca de la rotonda.
El hombre de negro mira con envidia a otros hombres-muñecos
que viven en los semáforos. Ellos tienen pareja: hombre y mujer, mujer y mujer,
hombre y hombre. Además brillan con luces de colores verdes y rojas.
Él está solo allí, a la intemperie, sin nadie que le
acompañe. Es apenas una silueta oscura, impersonal desprovista de ojos para
mirar o boca para hablar. Congelado en una zancada que nunca acaba de avanzar
ni de retroceder.
Sabe que hay otros hombres de negro como él en otros pasos
de cebra, pero están lejos, no puede hablar con ellos ni compartir sus
experiencias. Son hombres solitarios, incomunicados.
Por eso el hombre de negro del paso de cebra tiene ese
aspecto triste, meditabundo.
Sumido en estos negros pensamientos ve acercarse a un padre
con su hijo agarrados de la mano. El padre señala con el dedo al hombre de
negro y le dice a su hijo que antes de cruzar hay que mirar. Entonces siente que,
bueno, al fin y al cabo sirve para algo: para que crucen sin miedo los niños,
los ancianos de paso lento y vacilante, los corredores que cruzan veloces, los
perros con sus amos, el paseante sin prisa, decenas de peatones. Los coches
cuando le ven reducen la velocidad, salvo alguno que va distraído o agobiado
por las prisas o por la mala leche.
Más animado, el hombre de negro, cuando nadie le ve,
bosqueja una sonrisa de emoticono y piensa que en esta vida, al final, todos
servimos para algo.
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